dijous, 12 de febrer del 2009

L'amour dure trois ans (Frédéric Beigbeder)

Beigbeder, una encantadora barreja de sensibilitat i grolleria.

aLts i BaIxOs

La vida es una sitcom: una sucesión de de escenas que se desarrollan siempre en los mismos decorados, con más o menos los mismos personajes, y de la que uno espera los siguientes capítulos con una impaciencia teñida de embrutecimiento. La aparición en escena de Alice en todo esto me sorprendió, un poco como si una de las protagonistas de Los Ángeles de Charlie aterrizara en el plató de Al salir de clase.
Para describir a Alice, no me andaré con rodeos: es un avestruz. Al igual que esa ave corredora, es alta, salvaje, y se esconde muy bien cuando huele el peligro. Sus interminables y delgadas piernas (en número par) soportan un busto sensual dotado de frutos arrogantes (de idéntico número). Pelo largo, negro y liso, corona un rostro intenso aunque suave. El cuerpo de Alice parece haber sido concebido exclusivamente para desestabilizar a los pobres hombres casados que no deseaban meterse en ningún lío, no deseaban otra cosa. Es lo que la diferencia del avestruz.
Recuerdo perfectamente la primera vez que nos vimos, en el entierro de mi abuela, ceremonia a la que acudí sin mi esposa, a quien las obligaciones familiares molestaban, con toda la razón. La familia ya es de por sí algo penoso cuando es tuya, así que no digamos la de los demás… Por otro lado, fui yo quien intentó convencerla de que, allí donde se encontraba, la Querida Abuelita no se daría cuenta de su ausencia. No lo sé, quizás sentí que iba a ocurrirme algo.
Toda la iglesia estaba pendiente de mi abuelo, a ver si lloraba. “Dios mío, haz que aguante”, recé. Pero el cura tenía una carta secreta: evocó los cincuenta años de matrimonio del Abuelito con la Abuelita. El ojo de mi abuelo, pese a ser el de un coronel jubilado, empezó a enrojecer. Cuando derramó una lágrima, fue como el pistoletazo de salida: la familia entera abrió las compuertas, sollozó, se derramó mirando el féretro. Resulta inimaginable pensar que la Abuelita estaba allí dentro. Tuvo que morirse para que me diera cuenta de que hasta qué punto la quería. Hay que joderse. Cuando no dejo a la gente que ama, son ellos los que se mueren. Me puse a llorar sin ningún recato, ya que soy un chico influenciable.
Cuando deje de ver borroso, me fijé en una hermosa morena que me miraba. Alice me había convertida en una fuente. No sé si fue la emoción, o el contraste con el lugar, pero sentí una inmensa atracción hacia aquella misteriosa aparición en jersey ceñido negro. Más tarde, Alice me confesó que le había parecido muy guapo: atribuyamos este error de apreciación al instinto maternal. Lo esencial es que la atracción era recíproca: sentía deseos de consolarme, eso saltaba a la vista. Aquel encuentro me enseñó que lo mejor que uno puede hacer en un entierro es enamorarse.
Era la amiga de una prima. Me presentó a su marido, Antoine, muy simpático, demasiado, quizás. Mientras besaba mis empapadas mejillas, comprendió que yo había comprendido que ella había visto que yo había visto que me había mirado como me había mirado. Siempre recordaré lo primero que le dije:
--Me encanta la estructura ósea de tu rostro.
Tuve la oportunidad de analizarla en detalle. Una mujer joven de veintisiete años, simplemente hermosa. Leve temblor de pestañas. Risa picante que hace rebotar tu corazón en su caja torácica de repente demasiado estrecha. Maravilla de miradas huidizas, de pelo suelto, de parte inferior de la espalda arqueada, de dentadura resplandeciente. Mowgli Cardinale en El libro del gatopardo. Betty Page estirada a lo largo de un metro setenta. Una loca tranquilizadora. Una calientapollas tranquila, de una reserva impúdica. Una amiga, una enemiga.
¿Cómo era posible que no la hubiera conocido antes? ¿De qué me servía conocer a tanta gente si ella no estaba?
Hacía frío delante de la iglesia. Sabéis perfectamente adónde quiero ir a parar: exacto, sus pezones se marcaban bajo su ceñido jersey negro. Tenía unos pechos erigidos en sistema. Su rostro era de una pureza que desmentía su cuerpo sexual. Exactamente mi tipo: nada me gusta tanto como la contradicción entre un rostro angelical y un rostro de zorra. Tengo criterios dicotómicos.
En aquel precioso instante, supe que daría cualquier cosa por meterme en su vida, en su cerebro, en su cama, véase en el resto. Más que un avestruz, aquella chica era un pararrayos: atraía los relámpagos.
--¿Conoces el País Vasco?—le pregunté
--No, pero parece bonito
--No es bonito, es hermoso. Lástima que tú estés casada y que yo también lo esté, porque, de no ser así, podríamos haber fundado una familia en una granja de la región.
--¿Con corderitos?
--Por supuesto, con corderos. Y con patos para el foie gras, vacas para la leche, gallinas para los huevos, un viejo elefante miope, una docena de jirafas, y un montón de avestruces como tú
--No soy un avestruz, soy un pararrayos.
--¡Eh, cuidado! Si además me lees el pensamiento, ¿adónde iremos a parar?
Cuando ser marchó, erré, encantado y despreocupado, por Guetario, el pueblo de Paul-Jean Toulet y el paraíso de mi infancia. Paseé, fresco y ligero, cuando en realidad detesto los paseos (pero no le importó a nadie: la gente siempre hace cosas absurdas después de un entierro), deambulé delante del mar, fijándome en cada roca, cada ola, cada grano de arena. Sentía cómo mi alma se desbordaba. Todo el cielo era mío. La costa vasca me traía mejor suerte que la bahía de Río. Sonreí a las nubes adormecidas en el cielo y a la abuelita, que no me lo tenía en cuenta.

Fugir de l'amor per por que s'escapi

Hay que decidirse: o vives con alguien o lo deseas. No se puede desear lo que se tiene, es antinatural. Ésta es la razón por la cual los hermosos matrimonios se caen en pedazos ante la llegada de cualquier desconocida que aterriza. Aunque te hayas casado con la más hermosa de las mujeres, siempre habrá una nueva desconocida que entraré en tu vida sin llamar a la puerta y te provocará el efecto de un afrodisíaco superpotente. Sin embargo, para agravar las cosas, Alice no era una desconocida cualquiera. Llevaba un ceñido jersey negro. Y un ceñido jersey negro puede modificar el curso de dos vidas.
Todas mis preocupaciones de mi incapacidad pueril por renunciar a la novedad, de una necesidad enfermiza de ceder a la atracción de mil posibilidades increíbles que ofrece el porvenir. Es increíble cómo me excita mucho más lo que no conozco que lo que ya conozco.¿Acaso soy anormal? ¿Acaso no prefieres un libro que no has leído, ver una obra de teatro que no te sabes de memoria, elegir a cualquier presidente antes que el que ya gobernaba antes?
Mis mejores recuerdos con Anne datan de antes de nuestro matrimonio. El matrimonio es criminal porque mata el misterio. Conoces a una criatura fascinante, te casas con ella y de repente la criatura fascinante se esfuma: se ha convertido en tu mujer. ¡TU mujer! ¡Qué insulto, qué decadencia para ella! ¡Cuando lo que deberíamos buscar sin descanso, durante toda la vida, es a una mujer que no te perteneciera nunca! (En este sentido, Alice iba a colmas mis aspiraciones)
Me parece que todo el problema del amor radica en lo siguiente: para ser felices necesitamos seguridad cuando resulta que para estar enamorados necesitamos inseguridad. La felicidad se basa en la confianza mientras el amor exige dudas e inquietud. Resumiendo, el matrimonio ha sido concebido para hacernos felices pero no para que permanezcamos enamorados. Y enamorarse no es el mejor modo de encontrar la felicidad; si así fuera, ya nos habríamos enterado. No sé si mi estoy expresando con claridad, pero yo ya me entiendo: lo qui quiero decir es que el matrimonio mezcla trucos que no combinan bien juntos.
De regreso en París, ya no tenía la misma mirada. Anne se había caído de su pedestal. Hicimos el amor sin convicción. Mi vida estaba dando un vuelco.

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